Cachito, cachito, cachito mío...
Cómo explicarte lo que a mí me acaece
Cómo decirte lo que a mis ojos acontece.
Te cuento querida que me hallo en la penosa necesidad de contarte mis penas, penas por aquí y penas por allá. Ayer cuando llegué a tus brazos y la puerta me abriste, ayer cuando entré y lo siguiente me pediste: que fuera a tender la ropa; ayer que era nuestro aniversario y que el sol nos iluminó el camino de regreso a casa, con una sonrisa rosa y la dicha dicharachera de la borrachera del día anterior. Ayer que nos besamos por la mañana y por la noche después; ayer mi querida amasia que leía el poemario de Francisco Hinojosa y me acordaba de lo que estaba por escribirte, ayer queridita mía me di cuenta de que estaba perdiendo la vista.
La vista mi amor, sin un aviso ni síntoma anticipatorio que me diera nota de las averías que me esperaban en los ojos, estos ojos que tanto te han visto y que no se cansan nunca de lo mismo, de lo nuevo. Los ojos con los que me he enamorado el día de ayer me han desengañado, me han fallado.
¿Y cómo es que eso ha ocurrido? Te preguntarás con tu cabecita tierna y eterna. ¿Cómo te has dado cuenta? ¿Quién te ha convencido del infortunio de la ceguera temporal?
Pues el descubrimiento no fue tan dramático mi lucero mañanero de perfectas ocasiones, mi amasia.
Todo iba en orden, entré a casa, subí por la escalera con un cesto de ropa húmeda en espera de colgarse en la terraza de la calle de Carranza. La colgué. Bajé y fue entonces que caí en cuenta de mi desgracia, caí en cuenta de que no te veía lavar los platos sucios de ese día, ni del anterior ni de la semana pasada. Ni un solo plato limpio vi, ni un esfuerzo tuyo por lavarlos vi, y entonces comprendí: la ceguera se había apoderado de mí.
Emprendí pronto el remedio del oportuno oculista (ya me había enterado yo de casos similares) y lavar los trastos fue prioridad en mi lista, y desenterrando vasos de entre platos los pilares, lavé, tallé y sequé, y la vista recobré. Y vi de nuevo. Te vi a ti mi querida concubina, tendida en el sofá cual florecita en el vergel, viendo no otra cosa que la novela de las diez.
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