En las tardes de azotea y cigarrillos cuando platicaba con José, había ocasiones en las que recordábamos nuestra infancia y los juegos pueriles: la temporada de trompos, las cascaritas y el pantalón de los lunes manchado y roto de las rodillas, el regaño materno y el jalón de orejas, las peleas por las canicas más bombochas, los tazos de los caballeros del zodiaco (¿y que cosa era el zodiaco?, nadie lo sabía), las correteadas mutuas entre niños y niñas en una versión de “policías y ladrones” que llamábamos “cárcel” y la niña del salón que nos gustaba pero que ninguno se atrevía a confesárselo, ¿y para qué?, ¿qué ganaríamos haciéndolo?, ¿acaso un tierno beso en la mejilla o un impío rechazo sobreactuado aprendido de largas tardes de telenovelas mediocres al lado de su madre y hermanas?
Entre risas estábamos cuando José, después de exhalar el humo de su cigarrillo, empezó a hablar de su padre, el cual había fallecido de cáncer en la próstata cuando él apenas tenía siete años. Recargó los antebrazos sobre las rodillas, miró hacia un lado y agachó la cabeza. Tan sólo –dijo- hubiese querido que por un día dejara de ser tan estricto, que por un día de los fines de semana y de las vacaciones en lugar de ponerme a estudiar me hubiese llevado al parque para jugar juntos y enseñarme futbol, que por un día dejara de ser tan recto, que me sonriera de frente y me llevara a ver una función al circo, que desde entonces he querido conocer, pero ahora se me han muerto ya las ganas.
Tuve sentimientos encontrados, de pronto me creí afortunado de tener a mis dos padres y sentí deseos de correr para conversar con mi viejo sobre lo que fuera, bebiendo y jugando a las cartas hasta la madrugada. Y de llevarle un ramo de flores a mi madre, abrazarla y decirle que la quería. Sentí un imperioso deseo de hacerlo, pero me detuvo la imagen mental de cuan ridículo me sentiría al final por hacer algo así, movido sólo por las palabras de mi amigo. Así que no agregué ningún “ya pasó” o “sabes que cuentas conmigo”, de alguna forma sabía que José no necesitaba nada de eso. La vida había sido dura para él, y yo era muy afortunado de tenerlo como amigo.
Los cigarrillos casi se extinguían, el viento se llevaba parte de las cenizas y removía nuestras añejas melenas, el crepúsculo anunciaba la llegada de las estrellas y la luna sobre la bóveda un poco más oscura que celeste, los humores también se apagaban, pero por alguna extraña razón jamás los recuerdos.
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