Esto ocurre en un McDonalds porque toda historia en mi
estrato social debe comenzar en un McDonalds.
Era un martes de quincena y había recibido mi cheque de
“gratificación” (en mi estrato social no existen los contratos, no se puede
confiar en los pobres tanto como para darles prestaciones), mi misión era la
misma de cada quince días: comer hasta la saciedad para vaciarme hasta la
suciedad. Se trata de un proceso de detox/retox, similar al proceso de
desintoxicación de los janokos, esos animales extraños que viven en lo profundo
del mar: consiste en saturar tu organismo de veneno para obligar a los
anticuerpos a reaccionar y así sacar todo resquicio de toxinas acumuladas en
los intestinos. Es un proceso que utilizaban los antiguos olmecas, pero que
cayó en desuso gracias a la xenofobia maya.
Por supuesto que los olmecas no tenían comida chatarra hace
tres milenios, pero en la ciudad más grande del mundo y en pleno siglo XXI los
lugares para conseguir toxinas a buen precio no son muchas y McDonalds suele
ser, casi siempre, la mejor opción. Pero esa es sólo una de las razones por las
que acudo a hacer este lavado intestinal al restaurante del payaso Ronald; la
otra razón tiene que ver con dar un mensaje y tiene que ver con la segunda
parte del ritual: la evacuación de las toxinas.
Durante el ritual es muy importante para mí regar toda la
materia fecal posible alrededor del excusado y no en el interior como
normalmente hace la gente normal. Suena grotesco pero créanme, es necesario. Se
trata de hacer un batidillo en el baño del restaurante para mandar un mensaje
que tiene que llegar a oídos de los adolescentes empleados ahí: “Este no es el
lugar en el que quieres pasar 8 horas al día durante el resto de tu juventud”.
Con suerte alguno de estos adolescentes subempleados y
subasalariados tendrá un grotesco momento de lucidez cuando le toque limpiar el
baño que acabo de bautizar. Un momento en el que se dé cuenta de que el futuro
no debe tener la sonrisa de Ronald sino la de sí mismo en un lugar alejado de
la parrilla de una franquicia; un momento en el que se le haga evidente que
gente como yo es la que acude a esos restaurantes y que gente como su
supervisor es capaz de tolerar un Pollock a base de heces fecales con tal de
mantener el orden, de no perder a la temerosa y asqueada clientela enviando al
empleado o empleada a limpiar el baño, porque el cliente siempre tiene la razón y esa mierda repartida es
intolerable para todos.
Lo llamo activismo fecal antipostcapitalista, y te aseguro
que cambiará al mundo.